lunes, 26 de octubre de 2009

En Tren Se Viaja Mejor


Si las navidades son la época de la alegría, de la sazón, de la festividad, también son la época del despilfarro, de la descompensación económica y, sin lugar a dudas, de los viajes. Si a usted le atrae eso de la inversión extrajera entonces no se hable más y empaque sus maletas. Podría visitar a Mickey o realizar las compras de su vida en un Outlet de Miami, pero si lo que usted busca es parranda, música, buena comida y, ¿por qué no? , un poco de intercambio cultural, lo invito entonces a tomar el vuelo que quede libre hacia Colombia.

La ciudad destino la dejo a su merced. Claro que si lo que busca es alumbrados despampanantes y villancicos hasta la madrugada, visite la humilde ciudad de Pereira. Ahí los buñuelos y la natilla no faltan ninguno de los días que componen la novena de navidad, y la cuenta regresiva hacia el 24 se celebra en una casa diferente cada noche, para cantarle al niño Jesús durante 15 minutos y el resto de la noche se la puede dedicar a subirle volumen a la radio y echar uno o dos pies.

Le sugiero que no descarte la ciudad de Cali, donde la famosa feria salsera le dará razones para no dormir. Cate el aguardiente más fuerte de la región y visite los llamados bailaderos, y si no sabe bailar, despreocúpese, que los caleños lo ayudarán con el trabajo pesado.

Pero si usted lo que busca es la capital, entonces hizo bien en quedarse en Bogotá, en esta ciudad de cachacos, dónde el aguardiente no es tan fuerte. Pero cuidado, no subestime a los bogotanos, es sólo cuestión de saber a dónde tiene que ir.

Vaya de compras y hágame caso cuando le digo que se deje atender. No se sorprenda si el vendedor de la tienda de ropa insiste en acompañarlo hasta el taxi para ayudarlo con los paquetes. Eso sí, cuando salga a caminar a las afueras de su hotel, cuídese de los vendedores independientes. Si no me hace caso entonces no se extrañe cuando el vendedor de la lotería, que de seguro lo tratará como un rey, le venda 10 boletos de la semana pasada o cuando en un fugaz parpadeo, lo deje con la billetera desnuda. No diga que no se lo advertí.

Pero no se asuste, y no se mortifique por los militares que resguardan la entrada de su hotel. Devuélvales el saludo, tómese fotos con ellos como lo está haciendo esa pareja Coreana.

Si usted no habla bien español despreocúpese. Si fuese a pasar las navidades en Alemania, quizá sí le aconsejaría aprender algo de alemán y por sobre todas las cosas le recomendaría evitar hablar en inglés, sería preferible hacerse el mudo antes de ser ignorado por tratar defenderse en ese idioma. Pero aquí se encargarán de entenderle y, si no, por lo menos le harán creer que lo comprenden a la perfección. Lo peor que le puede pasar es que lo apoden de gringo.
Seguro que ha escuchado hablar de las chivas, esos autobuses que se pasean por la ciudad, de discoteca en discoteca, llenos de turistas o familias parranderas hasta entrada la madrugada. Pero yo le tengo algo mejor. Móntese conmigo en un tren nada común, nada moderno, sólo tradicional. Lo invito a que tome el tren de la Sabana. Vayamos a las afueras de Bogotá en uno de los pocos trenes a vapor que queda en el país. Sí, de esos que tienen un conductor uniformado de azul que, tras años de atender el mismo puesto, todavía se esfuerza en saludar por su ventana a los turistas de la estación.

Ahora que está montado despreocúpese del tiempo, aquí nadie espera llegar rápido a ningún lado. Déjese llevar por el ritmo propio del vagón y por el retumbante golpe que hace contra los rieles. Pero lo más importante es que se deje llevar por la música, por el trío de vallenato que agita su acordeón cerca de su oído, en el estrecho pasillo del vagón. No se moleste en estar sentado mucho tiempo y una vez más no le tenga miedo al baile, aunque no tenga idea de cómo se baila eso. No se preocupe si tambalea un poco, dudo que se caiga.

Ande, no sea tímido, recíbale al señor esa copita de aguardiente. Entiendo que le incomode tomar de la misma que las otras 20 personas que comparten su vagón, pero descuide, después de tres o cuatro fondos blancos el problema se resolverá. Mientras se acomoda al sentir de la bebida caliente que se desliza por su garganta no vacile en observar el vaivén de ese hombre de 75 años –y que aparenta menos de 60-, con sombrero de paja y camisa arremangada, mientras sigue el ritmo de la verdadera música colombiana.

La bulla, los tropezones, el olor anisado que luego de dos horas se aspira en el ambiente, son sólo parte de esta atracción. Ya dejamos atrás la ciudad de la zona rosa, de los mejores cortes de carne roja, de las botas negras altas, de las bufandas y de las chaquetas de cuero de primera calidad. Pero descuide, tendrá tiempo para todo eso, usted ahora se dirige a Zipaquirá, ciudad de las minas de sal.

Asegúrese de comerse un tamal antes de bajar del tren, con la intención de que se le bajen los grados de alcohol que ya le están doblando los ojos, porque apenas son las 11 de la mañana.
En Zipaquirá visite la famosa Iglesia de sal, construida bajo una mina kilométrica. En la imponencia de estas cuevas húmedas despojará usted lo que le queda de aguardiente en la piel. Tómese su tiempo, rodéelas, piérdase en los negros pasillos, saboree la sal del aire, pregúntese más de una vez cómo fue que tallaron el altar y la gigantesca cruz que convierten esta mina en un templo.

Acompáñeme otra vez al tren, sí ya sé que perdió la noción del tiempo, y disfrute del viaje de regreso, que ahora es que me queda Colombia para mostrarle.
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Picture: Kari-Kari

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