De un lado Colombia, del otro Venezuela, en el medio yo, parte de un grupo de turistas que recorre las corrientes del río Atabapo. Sobre las aguas color caramelo que fluyen dentro del corazón del estado Amazonas navega este humilde bonguito a motor, que nos lleva a nuestra parada del día: a conocer los sobrevivientes de una tribu Piaroa.
Al llegar a una orilla de la jungla venezolana bajamos uno a uno para emprender el camino que falta por recorrer. La delgada chica alemana de nariz fina y perfilada, que pasó el recorrido en bongo inmutada al lado mío, estrena su primera mala palabra en español cuando descubre que hay una araña viajera de más de 10 centímetros bien acomodada al lado de ella.
Sin mucho preámbulo nos guían por el diminuto sendero que esconden los árboles. Gotas gigantes, rezagadas de la tormenta de la noche anterior se escurren en el espesor de la selva, y hacen de esta húmeda caminata un viaje más relajante.
En menos de 20 minutos llegamos a un claro, al destino. Niños de un color de piel canela nos ven llegar, nos examinan como nosotros a ellos. Es un intercambio de miradas, de primeros acercamientos, de intimidación. Yo, en el terreno que les pertenece; ellos, objeto de exhibición. Se ríen, murmuran, cuchichean, cómplices en un idioma del que no sé ni una palabra.
La decoración del espacio es puntual: paredes de bahareque recién montado, techos de palma seca y una fogata viva con pavones tendidos sobre una parrillera de madera. No han pasado ni 10 minutos cuando uno de los venezolanos del grupo ya está negociando una jarra de yare recién extraído con uno de los que mejor domina el español.
No tardo mucho en recorrer el lugar. Sé muy bien que si sigo caminando tan sólo un par de metros más, encontraré que las casas de bahareque se convierten en cemento, los techos de palma en láminas de zinc y a la fogata la reemplaza una antena del canal del Estado. Sí, de la tribu piaroa no quedan más que algunos sobrevivientes que se niegan a dormir entre paredes de cemento caliente.
Decido no entrar en decepción, y me dedico a esculcar en los rincones de las casas típicas. Es así como entro a una de las chozas más pequeñas de todas. Sin pedir permiso, sin tocar si quiera por cortesía la puerta que ya estaba abierta, entro con algunos del grupo a la humilde vivienda indígena.
En el centro, como parte de la escenografía étnica, una vieja mujer dedica sus manos a la faena de preparar casabe. Difunde la masa gentilmente sobre el budare caliente y la esparce con constancia una y otra vez, moviendo sus dedos en la misma dirección infinitas veces. No levanta la mirada, su ritmo de trabajo no cambia con nuestra abrupta llegada. Nosotros no estamos ahí.
Sus manos se dedican al exclusivo propósito de pasear la yuca molida en el calor del budare, sin importar ser objeto de observación, sin notar los clicks indiscretos de la cámara réflex del hombre italiano que se le acerca cada vez más.
La mujer no parece estar al tanto de que a pocos kilómetros de ella hay un colegio, una bodega, una calle de cemento y una estación militar, donde los jóvenes de dieciocho años manejan armas con la misma ligereza con la que ella manipula el budare.
En ella se detienen los minutos, en el movimiento rítmico de sus manos se congelan los años que han desplazado las ancianas costumbres que alguna vez reinaron en esta población. Ella se impone ante todo, como retándonos silenciosamente con su estilo de vida.
Parece que el ritual en el que está sumergida la olvida del resto de la población, o la hace olvidar, no sé bien, porque la mujer nunca habla, apenas respira, como hipnotizada en un exilio voluntario.
Adentro, en el corazón de la selva amazónica aún están las raíces, nuestras raíces, escondidas en casas de bahareque y techos de palma, negadas a dejar de existir.
Yo soy un chavo de ciudad. He vivido toda mi vida casi a la mitad de la misma y no se como es la vida en el campo.
ResponderEliminarPero hay dias que simplemente quisiera poder desaparecer de esta agobiante cantidad de luces y ruidos y simplemente refugiarme en el campo... en el bosque... junto a un lago... en una montania...
Me encanta pensar que algun dia lo hare
Maravilloso relato corto sobre nuestras raices indigenas Latinoamericanas, increible que todavia tengamos esas ventanas al pasado.
ResponderEliminarPara los que hemos tenido vivencias en el Amazonas, este es un relato demasiado vivo,
Que hermozo.
Jorge